He estado aquí en el rincón observando como muchas de ustedes cuentan la historia de su primer acoso y agarrando fuerza para poder aventarme yo. No es fácil hurgar en la memoria buscando estos episodios: una más bien tiene el impulso contrario, el de esconderlos y ponerse a pensar en otra cosa.
Dudé mucho si publicar o no esto. Lo hago, primero, porque quiero manifestar de algún modo mi solidaridad con las otras mujeres que lo han hecho: es mi manera de acompañarlas. Además, en serio creo que parte del cambio está en no callarnos. En gran medida, los mecanismos del machismo y la exclusión de genero son difíciles de combatir porque operan en lo oscuro y muchas veces se transmiten sin que nos demos cuenta. Echarles luz, hacerlos visibles, ayuda a dejar de verlos como normales. Muy poca gente conoce los tres episodios que voy a contarles.
Yo tenía unos 10 años cuando ocurrió #MiPrimerAcoso. Estaba de con mi familia en el Hotel Krystal Vallarta, un hotel donde pasé muchas vacaciones de mi infancia. Era de esos lugares donde hay "animadores" (qué oso) que ponen música espantosa a todo volumen y organizan aerobics en la alberca.
El líder de ese grupo de animadores se llamaba José. Era un tipo guapo, de unos 30 años (aunque en ese entonces yo lo veía señorsísimo), que se paseaba por el hotel ligándose a cuanta gringa se le cruzara por el camino. Yo andaba siempre por ahí, me gustaba ponerme mis goggles y jugar a tocar el fondo de la alberca más profunda del hotel. Un día, se acercó José y empezó a jugar conmigo a ver quién aguantaba más tiempo la respiración. En una de las inmersiones, él me bajó los tirantes del traje de baño y me apretujó las tetas (o lo que muy pronto se convertiría en mis tetas). Desconcertada, me salí de la alberca y corrí a la palapa con mi familia. No recuerdo haber llorado ni dicho demasiado en el momento, pero han pasado 20 años y el recuerdo está intacto.
La segunda vez fue en mi fiesta de 15 años. Habíamos contratado un servicio de música que incluía muchachos que organizaban coreografías para poner ambiente (otra vez qué oso). En algún momento de la tarde, uno de ellos me pidió usar el teléfono de la casa. Entramos juntos. Hizo la llamada rápidamente y al colgar empezó a frotarse el pene por afuera del pantalón. Yo ya no era una niña pero casi: solo había visto cosas así en la tele o esculcando las revistas de mis hermanos. Me quedé inmóvil cuando Juan Pablo tomó mi mano con violencia y la puso encima en su erección. “¿Te gusta?”, me preguntó.
Esa vez sí rompí en llanto.
La tercera vez fue en 2009. En los primero años de mi vida profesional, trabajé durante algunos meses para la representación de un partido político en el IFE. Dirigía la oficina un tipo carismático, atrevido, de esos que caen bien de entrada y a los que cuesta trabajo contradecir. Pero no me gustaba la chamba desde el día uno: me sentía dejada de lado en mis opiniones y mis capacidades. Como tenía muy poca experiencia, pensé que lo que tenía que hacer era aguantar y observar, aprender. Eso hice, hasta que un día me llamó mi jefe a su oficina y me dijo que al día siguiente “me pusiera guapa, con tacones de preferencia” porque tocaba Consejo General. Me le quedé viendo fijamente, pensando que era broma, mientras él y los demás hombres que trabajaban en la oficina se metían a uno de los cuartos a planear estrategia. Yo me quedé afuera.
Al día siguiente entendí lo que quería decir: durante la sesión de Consejo General mi equipo sólo me dirigió la palabra para pedirme que pasara papelitos a otros representantes o que les llevara café o galletas. Tenía 25 años y acababa de terminar una licenciatura en el ITAM: me habían contratado como asesora, pero me querían como edecán.
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Tuve la fortuna de tener una mamá chingona y fuerte y de crecer rodeada de mujeres independientes. Sin embargo, pensé durante años que el machismo era cosa normal y hasta celebré chistes, algunos de mi propio padre, que discriminaban a las mujeres.
Hoy me doy cuenta de que ése era el caso de muchas de nosotras. Suena cursi pero me da igual: escuchar todas las voces que se han levantado en estos días me llena de esperanza de que cuando me toque a mí escuchar a una niña de 10 años contándome cómo un tipo la bajó los tirantes en la alberca, voy a poder decirle #NoEsNormal.
Y ella me va a creer.
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