1.7.11

canciones de cuna para sonámbulos

i

que tú fueras mi madre fue algo bueno,
me hizo bien heredar tu inteligencia,
tu gusto por los recovecos de la conciencia,
tu sonrisa escondite lago golondrina
espejo mío y abismo terrible de mi padre.

me lo he dicho
y se lo he dicho tanto al mundo
que resulta difícil no pensarlo.
los científicos le llaman memoria selectiva:
por eso no recuerdo al dr. zinser,
ni recuerdo por qué te quitaron medio estómago,
para qué servía la heparina,
cuál fue la última vez que te reíste,
qué cosa brillante mirabas en la ventana,
cómo se llamaba la enfermera que lavó tu cuerpo inerte.

pero recuerdo con qué palabras me explicaste
en el videocentro de avenida revolución
por qué era buena idea rentar una película
que no hubiéramos visto antes
en lugar de llevarnos ‘las brujas’ otra vez
y recuerdo el cuento del oso que no lo era,
al le construyeron una fábrica encima mientras dormía
y que al salir de su cueva el capataz lo confundió
con un obrero, lo llevó con el supervisor, con el vicepresidente,
con el presidente que le dijo ‘usted solamente es
un hombre tonto, sin afeitar y con un abrigo de pieles’.

ii

‘tres meses’ dijo uno de los médicos
y lanzó la sentencia como un dardo hacia tu dirección.
olvidó que en la sala estaban mis hermanos
estaba yo
y que la sentencia era también para nosotros
o especialmente para nosotros: noventa días
ochenta y nueve y ocho y siete y seis y cinco,
de cuenta regresiva hacia tu muerte.

iii

yo sé que no querías morirte pero repetí
mil veces lo contrario:
‘ya descansa’, ‘fueron meses muy difíciles’,
‘el dolor ya era insoportable’.

a mi alejandro de seis años
le dije que el cielo era un lugar bonito
y que tú estarías contenta
de encontrarte con tus padres,
con la negra y de tener
tiempo ¡por fin! de conocer egipto.
después lo abracé fuerte y sus ojos brillaron
en un adorable amasijo infantil
de desconsuelo y de asombro
por ver llorar a tantos miembros
de su familia al mismo tiempo.

lo que no le dije a nadie fue que en el velorio
más que triste estaba enfurecida,
que usé el vestido de colores
para ocultar que estaba envuelta
en el manto oscuro de la cólera,
que sólo aguanté las ganas
de exigirte a gritos que te despertaras
para no asustar a mi hermanos.

iv

metieron tu cuerpo a un horno,
después tus cenizas en una cajita
de madera y la cajita a un agujero
en la pared de la iglesia.
hasta unos tornillos
le pusieron, apretadísimos, para que no se abriera.
algo dijo el sacerdote sobre la muerte y la esperanza
pero qué más da: tú estás atrapada en ese hoyo
y hay animales que tienen la sabana como tumba.

v

dicen que me parezco a ti.
a veces mis hermanos me miran
como si fuera tú, como si hubiera
algo tuyo que le robé a la muerte,
algo oscuro y dulce que alcanzamos
–entre los tres– a esconder para nosotros.
una minúscula batalla que ganamos,
una victoria frágil, pero lo suficientemente limpia
para lavarnos un poco, sólo un poco, la tristeza.

mi papá en cambio lo dice con reproche.
no soporta ver en su hija más pequeña repetido
el torbellino de tu tempramento, el hábito
del llanto incontrolable, el mal gusto de la melancolía.
entonces me mira con hartazgo
y suelta entre sus labios de navaja:
‘no seas dramática. ya estás como tu mamá.’

vi

pregunta si tus padres
dejaron de quererse al engendrarte.
de ser así, nunca verás la luz con buenos ojos
y tendrás que inventarla cada día.

- francisco hernández

me preguntó la terapeuta por tu matrimonio
con papá. le dije ‘estaban separados desde antes’,
‘se embarazaron por torpeza, mi papá ya tenía
otra pareja’. la doctora me miró con desconcierto,
movió sutilmente la cabeza, y me dijo: –‘entonces,
¿usted piensa que sus padres no se amaban?
– ‘pienso simplemente que estaban confundidos’.

vii

hay una foto en la que estamos
de espaldas caminando hacia la playa.
yo tengo seis años,
un trajecito rosa, unos tenis
grandes blancos,
y una cola de caballo despeinada
(ésa la tengo todavía).
mi mano está en la tuya y a lo lejos
se alcanza a ver un sol pequeño, cristalino,
de amarilla y redonda perfección.
un atardecer de tal belleza
que cualquiera me creería cuando
digo que no alcanzo a distinguir
dónde terminas tú,
dónde empiezo yo en esa fotografía.

envío

madre, hermana, tina, pozo, precipicio,
animal deforme en las profundidades,
punto de partida de mi rostro,
brevísima flor de jacaranda,
recta interminable hacia mí misma,
llanura que se extiende al infinito,
cuerda floja, racimo de hojalata y de tinieblas:
no sabrás nunca del desprecio
que tu muerte sembró en mí.
no verás jamás hasta qué punto
heredé tu corazón combustible.

habito en ti como el pan en las semillas,
hay algo en tu mirada que me rasga,
algo roto que es ola y es derrumbe.
acuérdate de mí, murmullo tibio,
en la hora más fresca de la tarde,
cuéntame a qué huelen los desiertos
de la muerte, cómo fluyen los ríos
en ese reino.

tiene que haber un sitio donde existas,
un lugar donde el eco del poema dure
hasta que dios por fin me permita
descansar la cabeza en la cornisa del mundo
y ver a la tristeza desinflarse en el horizonte.

comensales

gepda

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