23.1.14

Una lista jamaicona

fragmento de foto tomada de Swallow Magazine, edición DF

Uno de los efectos más importantes que ha tenido en mí vivir fuera de México ha sido el desarrollo de un agudo síndrome del jamaicónCuando estuve en el DF en diciembre, la nostalgia navideña hizo de las suyas y me entretuve mucho tiempo pensando en la comida que más me hace falta, en los antojos que aún en Nueva York son difíciles de cumplir.

Es importante aclarar que esta lista es solo un recuento personalísimo de cosas que yo disfruto comer, no pretende estar basada en el conocimiento profundo de nada más allá de mis propios antojos. Vaya, ni siquiera podría decir que estas son las mejores cosas que he comido en México. Estos platillos son importantes, más bien, porque forman parte del mapa de la nostalgia por mi casa, una ciudad que más crece en mis afectos entre mejor conozco otras ciudades.


Tacos de rajas   La lechuza

Es probable que La lechuza haya sido la primera taquería que visité de niña y tal vez por eso quiero volver siempre que voy al DF. Me gustan un montón de cosas (agua de limón con chía, sopa de tortilla, cazuela de queso fundido con hongos (¡rasparle el quesito quemado a la cazuela!), arroz con leche), pero los tacos de rajas tienen un lugar especial en mi corazón: cremositas y suaves, con el nivel picante perfecto, envueltas en una tortilla recién hecha. 

Torta de calamar  La barraca valenciana

La primera vez que probé una torta del mar fue con mi amigo Edel, al que el paso del tiempo me ha acercado, alejado y vuelto a acercar. La primera mordida de esa torta me enloqueció: simplemente calamares y chimichuirri con la suficiente cantidad de ajo para no olvidarla en mucho tiempo. El lugar ha cambiado pero la calidad de la torta, por suerte, no. 

Sopa verde   El danubio

Una de las sopas favoritas de la ciudad (¡hasta tiene su propia página de Facebook!). No sé qué tiene exactamente, pero comerla es comerse el mar: se distinguen camarones, pescado, ¿almejas?, ajo, cebolla y un montón de hierbas aromáticas en un caldito verde perfecto para sopear el pan.


Botana de queso  La fonda el refugio

Un molcajete grande de salsa verde cruda, fresca, con cubitos fritos de queso cotija. Eso en una tortilla hecha en casa con un poquito de chicharron entra al concurso de los mejores tacos del mundo. Para acompañar, una margarita tan buena que le entra al quite con la del San Angel Inn.

Tosada de salpicón   Las tostadas de Coyoacán

A esto saben las fiestas en casa de mi papá: grandes cazuelas con guisados para las tostadas que no se rompen al morderlas. Las de salpicón siempre han sido mis favoritas, me gusta ese sabor carnoso pero acidito: limón, jitomate, cebollita, cilantro. 

Barra de ensaladas   Cluny 
Como fanática de las barras de ensalada, puedo decir que ésta es una de las mejores de la ciudad. Me gusta la variedad de ingredientes pero sobre todo me gusta la actividad de armar el plato, escoger los ingredientes y el aderezo. Y como el plato no es grande y solo te puedes servir una vez, hay que hacer una ensalada altísima. 

Chilaquiles con huevo   El pan comido

Éste lugar es más reciente y encontró su lugar en mi corazón después de pasar ahí varios desayunos de cruda con amigos. Los chilaquiles son crujientes, la salsita roja espesa y rica y el huevo en su punto perfecto. Un poco de queso y crema y un jugo gigante para la dicha del domingo. 

Shabu shabu   Taro

Este local en un segundo piso de Avenida Universidad es otro recuerdo feliz de mi infancia, me llevaba mamá los domingos que quería consentirme. El lugar parece detenido en el tiempo, es el restaurante japonés que más me gusta de la ciudad. El shabu shabu es lo máximo, tomar una rebanadita de carne, cocerla en un caldo de verduras hirviendo y sopearla en salsas. Un apapacho.

Tostadas de atún   Lampuga

Cómo olvidar las cenas de 2009/2010 en el Lampuga, tan llenas de amor recién nacido. Me gustaba la comida en general, especialmente las entradas y de las entradas especialmente las tostadas de atún fresco, que llevaban una embarradita de mayonesa picosa y cebolla frita, crujiente. Mucho vino blanco en garrafa.
Podría decirse que las tostadas eran lo de menos, pero no. Acaso lo comprendí tarde, pero la comida y el vino eran lo que más importaba. 

Pizza de hongos "receta secreta"   Leo's Pizza

Duro y dale con Coyoacán, pero uno no puede negar la cruz de su parroquia. Habrá mejores pizzas en el DF, estoy segura, pero a mí ninguna me hace tan feliz como la de esta cabaña escondida, su techo adornado de botellas vacías de Chianti. 


En un post próximo: los postres.

[Creo que ya pasó de moda hacerlo (ni que estuviéramos en 2008), pero sería padrísimo que si alguien pasa por aquí y piensa en su propia lista me contara un poco de ella.]


2.1.14

Marcha fúnebre

poema de Fabián Casas



Últimamente me pesan las cosas que tengo. Más bien dicho: me pesa la posesión misma de los objetos que acumulo por gusto, necesidad o herencia y que van invadiendo los metros cuadrados que puedo llamar míos (los de mi recámara en México, el departamento que comparto con Matías en NY, mi oficina en la calle 39). Que esto suceda no es cosa rara. Los motivos se remontan a 2007, cuando hubo que desmontar una casa y con ella desmontar la vida que ocupaba la casa, la que compartíamos mamá, la perras y yo. Enfermedad y muerte aparte, esos días estuvieron fuera del tiempo o en un tiempo distinto, casi detenido de tan lento, en el patio de la entrada, el cochambre de la cocina, la tierra seca que dejaban las patitas de las perras cuando volvían del jardín recién llovido. 

Temo que decir que me pesa la posesión de las cosas se confunda con una confesión new age o una especie de diatriba anticapitalista. Más bien me refiero a que a veces las cosas se adueñan de mí, como si el baúl de fotos o la vajilla blanca de la abuela fueran un recordatorio de mi propia mortalidad. Me encuentro el tintero de vidrio grueso en un cajón (no me acordaba que lo tenía) y me pesa lo que significa que esté guardado ahí, ese tintero está marcado por la enfermedad de los dueños que ha tenido hasta llegar a mí, tiene tumores los pulmones y en el páncreas: quiero conservarlo pero no quiero nunca volverlo a ver. La copia Aguilar de las obras completas de Miguel de Cervantes empastada en piel de donde mamá me leía por la noches. La foto de cuando cumplí siete años y papá nos llevó a comer al San Angel Inn, yo con mi vestido blanco y el pelo hasta la cintura, mamá con su saco de pana café, disfrazada de profesora, los labios delgados de papá, mi hermano Pedro instalado en la adolescencia y atrapado en un blazer azul marino que seguramente detestaba. 

Pero felices. Seguramente mis padres habían bebido y entrado en esa dicha, nosotros tuvimos permiso de comer una isla flotante y corríamos por los jardines, hacia la fuente, a buscar a los gatos. ¿Fue realmente un buen día? Lo fue en ese simulacro de papel y luz. 

¿No es extraño que las cosas sobrevivan a sus dueños? Yo no debería tener diarios ajenos, vajillas de hogares que han desaparecido, fotografías de tiempos anteriores a mí que alguien recortó siguiendo el capricho de su propio recuerdo. Recortar fotos para moldear la memoria en una tradición familiar: mamá dejo cientos de fotos descabezadas.

En algunos meses cumplo treinta años y no dejo de pensar en lo perdido. Los paraísos perdidos de Borges, los únicos paraísos, son necesariamente los que han dejado de existir.  

Antes de morirme voy a quemar mi casa. 

comensales

gepda

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