Viajé con mi mamá y con mi tía a Cuba hace varios años. Comimos tostones y langosta, caminamos largamente por el malecón, nos tomamos fotos frente a la catedral y sufrimos con los mosquitos en el cañonazo de las 9. Fue de esos viajes que marcan definitivamente la vida, en los que se construyen recuerdos -genuinos e inventados- que se calcifican en la memoria irremediablemente.
Paseábamos por el casco viejo de La Habana cuando se nos acercó una mujer vieja, negra, delgada, de gesto inquietante. Primero pensamos que quería pedirnos dinero o ropa, como ocurre a menudo en Cuba. Pero no: se quedó observándonos detenidamente. El silenció duró algunos minutos, luego habló:
Tú eres hija de Yemayá, por eso eres indomable y astuta, le dijo a mi madre. En cambio tú, dijo volteando hacia mi tía, estás más cerca de Eleguá, a quien se le ofrenda pescado. Tienes el don de la adivinación. Y sí: mi tía conoce el orden en que moriremos todos los de la familia. Nos ve en sueños, subiendo una escalera oscura y angosta. Conoció este orden desde muy niña, con la muerte de su abuela Ángela. Tardó poco en comprender que no debía revelarlo.
A mí me examinó al final, como si mi adolescencia de entonces le impidiera verme con claridad, adolescencia/velo/espejo. Tú tienes algo que no me deja verte. Eres mercurio que escurre de un puño cerrado, juegas a esconderte detrás cualquier cosa. No tengo nada para ti, porque no sé de dónde vienes. Sólo te digo: nunca dejes que nadie vea ni toque tu ropa interior. Jamás vistas de negro.
Sus palabras me intrigan desde esa tarde. Comimos con ella y le ofrecimos mandarle algo cuando regresáramos a México. Pidió dos cosas, paliacates de colores y crema de cacahuate. Regresé a Cuba hace 4 años sólo para descubrir que había muerto. A la fecha no puedo descifrar su consejo, pero no me atrevería a desatenderlo.
Paseábamos por el casco viejo de La Habana cuando se nos acercó una mujer vieja, negra, delgada, de gesto inquietante. Primero pensamos que quería pedirnos dinero o ropa, como ocurre a menudo en Cuba. Pero no: se quedó observándonos detenidamente. El silenció duró algunos minutos, luego habló:
Tú eres hija de Yemayá, por eso eres indomable y astuta, le dijo a mi madre. En cambio tú, dijo volteando hacia mi tía, estás más cerca de Eleguá, a quien se le ofrenda pescado. Tienes el don de la adivinación. Y sí: mi tía conoce el orden en que moriremos todos los de la familia. Nos ve en sueños, subiendo una escalera oscura y angosta. Conoció este orden desde muy niña, con la muerte de su abuela Ángela. Tardó poco en comprender que no debía revelarlo.
A mí me examinó al final, como si mi adolescencia de entonces le impidiera verme con claridad, adolescencia/velo/espejo. Tú tienes algo que no me deja verte. Eres mercurio que escurre de un puño cerrado, juegas a esconderte detrás cualquier cosa. No tengo nada para ti, porque no sé de dónde vienes. Sólo te digo: nunca dejes que nadie vea ni toque tu ropa interior. Jamás vistas de negro.
Sus palabras me intrigan desde esa tarde. Comimos con ella y le ofrecimos mandarle algo cuando regresáramos a México. Pidió dos cosas, paliacates de colores y crema de cacahuate. Regresé a Cuba hace 4 años sólo para descubrir que había muerto. A la fecha no puedo descifrar su consejo, pero no me atrevería a desatenderlo.