El cielo descolorido de la Ciudad de México. Mi padre convertido en su propia sombra, intentando atrapar aire con las manos. ¿Qué ven los desahuciados que los hace moverse así? Nosotros en cambio estamos quietos, frotando los minutos para sacarles brillo.
¿Qué sigue, qué sigue?
Los zapatos del sacerdote. Los hombres de dios
no deben llevar zapatos de lujo, pero él unta la frente de mi padre con aceite dorado de invierno. El amarillo es el color de los
finales, ¿le has visto las uñas a un moribundo?
Una fotografía escarlata: después de una vida de delgadez, tiene
el estómago hinchado de sangre sucia. Por momentos se avergüenza –la vanidad es
una bestia terca– y se cubre a medias con la sábana. Su hígado: una granada
madura abriéndose, abriéndose.
Quemamos su cuerpo y las seis letras de su
nombre de madera. Hubo belleza: el bosque de Tlalpan salpicado de sus cenizas
blancas. Junto a la virgen el letrero decía
no pisar el césped y lo pisamos de todos modos. Así como los muertos se extienden sobre el mundo, nosotros también nos extendimos. Hay cosas que no puedo decir, pero
digo esto: tocamos las plantas con los dedos polvosos.
Estamos todos pero la casa está vacía. No hay casa. Quiero
decir: en el espacio que ocupaba la casa ahora hay un río. Yo me siento a la
orilla y miro a mi padre convertirse en un fantasma azul sobre las sábanas de
agua.
Tengo treinta años y ya he memorizado los rituales
de la muerte.