En un acto mitad sabio y mitad cruel, de esos que se le daban, a los 9 meses mi madre decidió prepararme un pequeño lunch, empacar mis pañales y mi peluche favorito y llevarme a la guardería. Era enero de 1985. Luego el kinder, la primaria, la secundaria, prepa, universidad. Han sido 8,212 días en algún tipo de escuela, muchos de ellos con despertadas temprano y tareas.
Durante toda la infancia y buena parte de la juventud, el ritmo escolar marcó el ritmo de mi vida: los periodos de exámenes y vaciones, las fiestas, los nervios de los primeros amores platónicos, los amigos. Fueron años en que mi responsabilidad real se resumía a "portarme bien", estudiar y sacar buenas calificaciones. Y durante dos décadas esa fue la única constante en mi vida.
Aunque es lo que quiero, no sé si en algún momento pueda hacer una maestría o un doctorado. Así que por lo pronto, y hasta nuevo aviso, mi vida escolar ha terminado. No más planas de letra manuscrita, "declarar la guerra en contra de mi peor enemigo", maquetas del sistema solar, monografías de la revolución mexicana, spelling bees, etimologías, láminas de anatomía, tardes peléandome con las derivadas e integrales ni trabajos sobre las ventajas y desventajas del sistema presidencial. Se acabó. Queda mi tesis, para la que -afortunada o desafortunadamente- no hay plazos fijos de entrega. Queda mi chamba, largas caminatas con mis perras, la agridulce poesía, mis amigos, el reciente gusto por el tenis, la lectura plena, libre y despreocupada de quien lee por el simple gusto de hacerlo. Quedan las salas de cine, el té de menta a media tarde, la complicidad eterna de mis hermanos, el recuerdo constante de mi madre. Quedan incontables horas frente a una taza de café y una cara conocida. Quedan los domingos desocupados, de cama destendida y pijama de rayas. Quedan una cantidad de recuerdos y enseñanzas que no es posible ubicar en ningún lado, porque no sólo son parte de mi vida. Son mi vida.
No es mi intención sonar dramática, yo misma no creí que el salir de la universidad me dejara sintiendo así: feliz, pero absolutamente desubicada. Y eso que falta la tesis, que hay que llegar a las 10 de la mañana al trabajo, que tengo planes (aunque no se me olvida: si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes). Empieza otra etapa de la vida, en la que habrá cambios que modificarán mi lugar en el mundo. Vendrán -espero- espacios propios, más trabajo, más libros, más responsabilidades. Otros ritmos. Toca aprender a bailarlos.
Durante toda la infancia y buena parte de la juventud, el ritmo escolar marcó el ritmo de mi vida: los periodos de exámenes y vaciones, las fiestas, los nervios de los primeros amores platónicos, los amigos. Fueron años en que mi responsabilidad real se resumía a "portarme bien", estudiar y sacar buenas calificaciones. Y durante dos décadas esa fue la única constante en mi vida.
Aunque es lo que quiero, no sé si en algún momento pueda hacer una maestría o un doctorado. Así que por lo pronto, y hasta nuevo aviso, mi vida escolar ha terminado. No más planas de letra manuscrita, "declarar la guerra en contra de mi peor enemigo", maquetas del sistema solar, monografías de la revolución mexicana, spelling bees, etimologías, láminas de anatomía, tardes peléandome con las derivadas e integrales ni trabajos sobre las ventajas y desventajas del sistema presidencial. Se acabó. Queda mi tesis, para la que -afortunada o desafortunadamente- no hay plazos fijos de entrega. Queda mi chamba, largas caminatas con mis perras, la agridulce poesía, mis amigos, el reciente gusto por el tenis, la lectura plena, libre y despreocupada de quien lee por el simple gusto de hacerlo. Quedan las salas de cine, el té de menta a media tarde, la complicidad eterna de mis hermanos, el recuerdo constante de mi madre. Quedan incontables horas frente a una taza de café y una cara conocida. Quedan los domingos desocupados, de cama destendida y pijama de rayas. Quedan una cantidad de recuerdos y enseñanzas que no es posible ubicar en ningún lado, porque no sólo son parte de mi vida. Son mi vida.
No es mi intención sonar dramática, yo misma no creí que el salir de la universidad me dejara sintiendo así: feliz, pero absolutamente desubicada. Y eso que falta la tesis, que hay que llegar a las 10 de la mañana al trabajo, que tengo planes (aunque no se me olvida: si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes). Empieza otra etapa de la vida, en la que habrá cambios que modificarán mi lugar en el mundo. Vendrán -espero- espacios propios, más trabajo, más libros, más responsabilidades. Otros ritmos. Toca aprender a bailarlos.
3 comentarios:
Dejar la universidad fue el periodo mas dificil de mi vida. Lo es para mucha gente. Tengo teorias al respecto, si quieres platicar.
XOXO,
DZ
Tan cierto como que lo escribiste.
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