-Eres una pinche histérica.
Yo sabía que estabas equivocada, Amparo. Los príncipes sólo existen en los cuentos de hadas, y ésto es real. Demasiado real. Serán embajadores, grandes políticos, representantes de pueblos enteros, aunténticos fanáticos tuyos, Amparo, que vendrán a tu funeral. ¿Y yo? ¿Dónde quepo yo? Mi mejor traje no se acerca siquiera a la seda fantástica que envuelve a estos seres.
-Siempre vístete bien- decías-, es como disfrazarse. Si te sientes mal, disfrázate de hombre feliz. Tarde o temprano el disfraz se le pega a uno.
Pobre pendeja, pensé cuando te vi por primera vez. En tu rostro se veía la inocencia, la falta de malicia y las ganas de comerte el mundo a puños, y yo, desde mis aires de grandeza y mi salvajismo, sabía que el mundo no cabía en tus puños. Debo confesarlo, te di el puesto con la secreta intención de lastimarte un poco, ¡Te veías demasiado feliz para ser de este planeta! Creí que te hacía falta sufrir, volverte un mortal de carne y hueso; creí que no era bueno que tuvieras esa transparencia, ese cuerpo perfecto, esos labios melosos y cursis. No te fuiste a la primera quincena, aunque tu sobre era más delgado que el del intendente. No te fuiste a la segunda, ni a la tercera. No te fuiste hasta ahora, cuando ya no quería que te fueras.
¡Y sólo podré hacer una esquela para despedirte, Amparo! ¿Sólo una esquela para compensarlo todo? ¿A quién le pago ahora todo lo que te debo? ¿A quién le devuelvo tus gentilezas, Amparo?
-Tuve un sueño muy extraño- dijiste; y yo, obsesivo, loco, traumado, no te escuché. No quise escuchar que tenías que ir a bailar a algún país exótico y lejano, que el destino te llamaba, que estabas aburrida conmigo, que necesitabas un príncipe azul y poesía, y danza, y pintura, y arte, para mantener esa sonrisa; que no necesitabas mis negocios, que se hacía tarde y debías marcharte. Que me amabas. Que sabías que yo te correspondía desde la pequeñez y la grandeza de mi corazón cotidiano. No quería que lo dijeras, y ahora... ¿y ahora?...
Ahora es demasiado tarde.
Yo sabía que estabas equivocada, Amparo. Los príncipes sólo existen en los cuentos de hadas, y ésto es real. Demasiado real. Serán embajadores, grandes políticos, representantes de pueblos enteros, aunténticos fanáticos tuyos, Amparo, que vendrán a tu funeral. ¿Y yo? ¿Dónde quepo yo? Mi mejor traje no se acerca siquiera a la seda fantástica que envuelve a estos seres.
-Siempre vístete bien- decías-, es como disfrazarse. Si te sientes mal, disfrázate de hombre feliz. Tarde o temprano el disfraz se le pega a uno.
Pobre pendeja, pensé cuando te vi por primera vez. En tu rostro se veía la inocencia, la falta de malicia y las ganas de comerte el mundo a puños, y yo, desde mis aires de grandeza y mi salvajismo, sabía que el mundo no cabía en tus puños. Debo confesarlo, te di el puesto con la secreta intención de lastimarte un poco, ¡Te veías demasiado feliz para ser de este planeta! Creí que te hacía falta sufrir, volverte un mortal de carne y hueso; creí que no era bueno que tuvieras esa transparencia, ese cuerpo perfecto, esos labios melosos y cursis. No te fuiste a la primera quincena, aunque tu sobre era más delgado que el del intendente. No te fuiste a la segunda, ni a la tercera. No te fuiste hasta ahora, cuando ya no quería que te fueras.
¡Y sólo podré hacer una esquela para despedirte, Amparo! ¿Sólo una esquela para compensarlo todo? ¿A quién le pago ahora todo lo que te debo? ¿A quién le devuelvo tus gentilezas, Amparo?
-Tuve un sueño muy extraño- dijiste; y yo, obsesivo, loco, traumado, no te escuché. No quise escuchar que tenías que ir a bailar a algún país exótico y lejano, que el destino te llamaba, que estabas aburrida conmigo, que necesitabas un príncipe azul y poesía, y danza, y pintura, y arte, para mantener esa sonrisa; que no necesitabas mis negocios, que se hacía tarde y debías marcharte. Que me amabas. Que sabías que yo te correspondía desde la pequeñez y la grandeza de mi corazón cotidiano. No quería que lo dijeras, y ahora... ¿y ahora?...
Ahora es demasiado tarde.
-Rodrigo Solís
1 comentario:
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